miércoles, 15 de diciembre de 2010

Cuentos ajenos (III)

CUATRO COSAS QUE NO SE RECUPERAN

Una joven estaba esperando su vuelo en un gran aeropuerto. Como tenía mucho tiempo decidió comprar un libro y un paquete de galletas, para descansar y leer en alguna sala del aeropuerto. Se acababa de sentar cuando también lo hizo un hombre, dejando un asiento de por medio, que abrió una revista y empezó a leer; quedando entre ellos las galletas.

Cuando ella tomó la primera galleta, el hombre también tomó una. Ella se sintió indignada, pero no dijo nada; aunque pensó: "¡Qué descarado, que ganas me dan de darle un golpe para que escarmiente!".

Pero la cosa no quedó ahí. Cada vez que ella tomaba una galleta, el hombre también tomaba una. Aquello la iba indignando tanto que no conseguía concentrarse ni reaccionar.

Cuando quedaba sólo una galleta, pensó: "¿qué hará ahora este caradura?". Y entonces el hombre, que pareció adivinarle el pensamiento, dividió la última galleta y dejó una mitad para ella.

¡Ah, no! ... aquello ya era demasiado y se puso a bufar de rabia; por lo que cerró su libro, recogió sus cosas y salió disparada hacia su sector de embarque.

Una vez en el avión y más calmada, al mirar dentro de su bolso se quedó de piedra: ¡Allí estaba su paquete de galletas. . . intacto! ¡Qué vergüenza!

Sólo entonces se dio cuenta de su despiste y del juicio injusto que había hecho sobre un comportamiento generoso.

En efecto, el hombre había compartido sus galletas sin sentirse indignado, ni nervioso o alterado, y ya no había posibilidad de pedirle disculpas; pero sí de razonar:

¿Cuántas veces sacamos conclusiones apresuradas en nuestra vida, cuando debiéramos observar mejor? ¿a cuántas personas encasillamos en estereotipos, sin darles tiempo a explicar lo que quieren decir? ¿cuántas oportunidades perdemos de quedar mejor?

En ese momento se le vino a la cabeza un consejo que le dio su ya fallecida abuela:  "Recuerda siempre que existen cuatro cosas en la vida que no se recuperan":

- una piedra, después de haberla lanzado;
- una palabra, después de decirla;
- una oportunidad, después de haberla perdido; y
- el tiempo, una vez que ha pasado.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Cuentos ajenos (II)

¿Culpable o inocente?
Cuenta una antigua leyenda que en la Edad Media un hombre muy virtuoso fue injustamente acusado de haber asesinado a una mujer. En realidad, el verdadero autor era una persona muy influyente del reino y por eso, desde el primer momento se procuró un chivo expiatorio para encubrir al culpable.

El hombre fue llevado a juicio ya conociendo que tendría escasa o nulas posibilidades de escapar al terrible veredicto, ¡la horca! . El juez que también estaba implicado intentaba dar todo el aspecto de un juicio justo; por ello dijo al acusado: " conociendo tu fama de hombre justo, vamos a dejar en tus manos tu destino, vamos a escribir en dos papeles separados las palabras culpable o inocente y tú escogerás siendo la mano de Dios la que decida tu destino, el juez había preparado dos papeles con la misma palabre, CULPABLE.
El juez indico al hombre que debia tomar uno de los papeles doblados. respiró profundamente, quedó en silencio unos cuantos segundos con los ojos cerrados y cuando la sala comenzaba ya a impacientarse, abrio los ojos y con una extraña sonrisa tomó uno de los papeles y llevándolo a su boca lo engulló rápidamente.
Sorpendidos e indignados los presentes, le reprocharon airadamente. Pedro...¿qué ha hecho? y ahora...¿cómo vamos a saber el veredicto?. es muy sencillo respondió el hombre, es cuestión de leer el que queda y sabremos lo que ponía el que me tragué, de esta forma se salvo de una muerte segura.
Por más difícil que se nos presente una situación nunca dejemos de buscar la salida ni de luchar hasta el último momento, se creativo, cuando todo parezca perdido, usa la imaginación.
"En los momentos de crisis solo la imaginación es más importante que el conocimiento" Eisntein

Cuentos ajenos (I)

El teatro y el niño

En cierta ocasión, el actor principal de una compañía de teatro de aficionados tuvo un accidente. Esa misma tarde estrenaban en su ciudad un clásico de Calderón de la Barca. Para no cancelar la actuación, el director puso a un actor suplente.

Cuando la gente, el público, se enteró, mostró su disconformidad. Está claro, “yo he pagado para ver a los mejores actores”, decían.
El hizo lo que pudo, pero cuando terminó la obra, nadie le aplaudió. A punto estuvieron sus lágrimas de inundar su alma y hacer evidente su decepción.
De repente, una voz chillona salió del patio de butacas en mitad del silencio:
 ¡¡Bravo papa, bravo papa. Lo hiciste muy bien!!
Era la voz tierna de su hijo de seis años que, sentado con su madre, le estaba aplaudiendo. La gente se conmovió tanto que se pusieron de pie y le aplaudieron.